CAPITULO 1 :
Seis de la tarde de un día de marzo.
Mira de nuevo su reloj y se sopla el flequillo. Vistazo a un
lado, a otro. Nada. Ni rastro de la flor roja.
Dos días antes.
Él: “Llevaré una rosa roja para que sepas quién soy”.
Ella: “¿Una rosa roja? ¡Qué clásico!”.
Él: “Ya sabes que lo soy”.
Ella: “Yo llevaré una mochila fucsia de las Supernenas”.
Él: “¡Qué infantil eres!”.
Ella: “Ya sabes que lo soy”.
Seis y cuarto de la tarde de un día de marzo.
“Será capullo. Si al final resulta que estas van a tener razón...”.
Paula mira de nuevo su reloj. Suspira. Se ajusta la falda que
se ha comprado expresamente para la cita. También lleva ropa
interior nueva, aunque sabe perfectamente que no llegarán tan
lejos. Da pequeños golpecitos con el tacón en el suelo. Empieza
a estar realmente enfadada.
Un día antes.
Ella: “¿Estás seguro de lo que vamos a hacer?”.
Él: “No. Pero tenemos que hacerlo”.
Ella: “Como no aparezcas...”.
Él: “Apareceré”.
Seis y media de la tarde de un día de marzo.
Paula se resigna. Si al menos le hubiese dado el móvil... Se
pone la mano en la frente. Está acalorada y eso que allí hace un
frío que pela. No puede creerse que él no se haya presentado.
Vuelve a mirar a todas partes en busca de una flor roja.
Nada.
—Eres un capullo —dice en alto, pero no lo suficiente como
para que alguien la oiga.
La noche anterior.
Él: “Te quiero”.
Ella: “TQ”.
Seis y treinta y seis de la tarde de un día de marzo.
Paula se ha cansado de esperar. Tiene calor. Poco después
tiene frío. Saca una goma de uno de los bolsillos de la mochila
de las Supernenas y se coge una cola. Se había alisado el pelo
para la ocasión, pero ahora ya le da igual. El capullo no se ha
presentado. “Capullo”.
“¿Y ahora?”. Es pronto para volver a casa y por nada del mundo
quiere estar cerca de su PC. Necesita un buen café con el que
aliviar las penas.
Justo enfrente ve un Starbucks. Camina hacia el paso de cebra
para cruzar la calle haciendo mil y una muecas de fastidio.
Mientras espera que el muñequito del semáforo se ponga en verde,
recuerda la conversación con sus amigas en el instituto.
Ese mismo día por la mañana.
Paula: “A las cinco y media”.
Cris: “Tía, no me lo puedo creer. ¿De verdad que has quedado
con ese tío?”.
Diana: “¡Qué fuerte me parece!”.
Paula: “Creo que es el momento de que por fin nos conozcamos”.
Miriam: “Pero si ni siquiera os habéis visto en foto…”.
Paula: “Ya lo sé, pero me gusta y yo le gusto a él. No necesitamos
fotos”.
Diana. “¿Y si es un enfermo o un depravado sexual de
esos…?”.
Miriam: “Eso es lo que a ti te gustaría encontrar, ¿eh, Diana?
Un loco que ande todo el día pensando en el sexo”.
Todas ríen menos Diana, que intenta dar un tortazo a Miriam,
pero esta lo esquiva hábilmente.
Cris: “¿Y si no se presenta?”.
Paula: “Se presentará”.
Miriam: “Puede que no”.
Diana: “Puede que no”.
Paula: “¡¡¡¡Os digo que sí!!!!”.
Profesor de Matemáticas: “Señorita García, ya sé que le entusiasman
las derivadas, pero haga el favor de contenerse un poco
en clase. Y ahora, ¿puede usted salir a la pizarra a ilustrarnos con
su sapiencia?”.
La conversación termina y ahora todas ríen menos Paula que,
de mala gana, se levanta y se dirige al encerado.
Seis y cuarenta de la tarde de un día de marzo.
Paula abre la puerta del Starbucks. No hay nadie haciendo
cola. Un chico calvo y delgado, con barbita, la atiende con una
bonita sonrisa. La chica pide un caramel macchiato, una especialidad
con caramelo y vainilla. Paga la consumición y sube
a la planta de arriba a tratar de poner un poco de orden en su
desordenada cabeza.
La sala está prácticamente vacía. Una parejita tontea en un
sillón cerca de uno de los grandes ventanales que dan a la calle.
Paula los mira de reojo.
“Qué mala pata, han cogido el mejor sitio...”.
Cerca de la pareja hay otro sillón que le satisface, pero lo
descarta al encontrarse demasiado cerca de aquellos novios. No
es plan molestarles. Así que finalmente se decanta por un lugar
alejado y esquinado, cerca de otra ventana, pero con menos luz
y peor vista.
Paula mira el tráfico de la ciudad. Está pensativa y triste: tiene
que reconocer ante sí misma que confiaba en que él se presentaría.
Tras dos meses hablando cada día, contándose cosas,
riendo, casi enamorándose…, a la hora de la verdad, él había
sido un cobarde. O quizá no era lo que decía ser y finalmente ha
dado por concluida la relación.
“No, no puede ser. Eso no puede ser”.
Da un sorbo a su caramel macchiato. Inevitablemente se mancha
los labios y la espuma le deja una especie de bigotillo bajo la
nariz. Intenta llegar con la lengua, pero es inútil. El caramelo ha
hecho de las suyas. “Mierda, no he cogido servilletas y paso de
cruzarme delante de esos dos otra vez”.
Mira en la mochila de las Supernenas, pero no encuentra
pañuelos de papel. Suspira. Saca el libro que llevaba dentro y lo
coloca sobre la mesa para continuar su rastreo con menos obstáculos.
Nada. Y vuelve a suspirar.
Durante la exploración mochilera, un chico ha entrado en
la sala y se ha sentado justo en el sillón que está enfrente de
Paula. En el tercer suspiro, al levantar la cabeza, ella lo ve. La
está mirando. Es guapo. Le sonríe. Paula recuerda que aún está
manchada y disimuladamente arroja el libro al suelo. Cuando
se agacha para recogerlo, aprovecha y con la mano se limpia la
boca, los labios, hasta se frota la nariz por si acaso. Salvada.
Pero de repente su rostro bajo la mesa se topa con el rostro
del chico guapo que se ha acercado y está agachado junto a
Paula. Sin decir nada, el joven saca un pañuelo de papel de un
paquete que llevaba en el bolsillo y se lo da.
—Toma —le dice mientras le ofrece un clínex con una amplia
sonrisa. “Una sonrisa maravillosa”, piensa Paula—. Aunque
igual ya no lo necesitas.
Paula se quiere morir al escuchar las palabras del joven guapo
de la sonrisa maravillosa. Se muere de vergüenza. Sus mejillas
enrojecen y, al incorporarse con el libro en la mano, se da un
cabezazo contra la mesa.
—¡Ay!
—¿Te has hecho daño?
—No. —Paula ve al chico de pie. Es bastante alto. Lleva una
sudadera negra y unos pantalones vaqueros azules algo gastados.
Tiene unos ojos grandes y castaños, y lleva el pelo un poco más
largo que lo que a ella le hubiese gustado. Pero es realmente
guapo—. Y tampoco necesito tu pañuelo.
El joven sonríe y se guarda el pañuelo en el bolsillo.
—Muy bien. Me vuelvo a mi sitio.
Paula agacha la mirada y espera a que el desconocido se siente
de nuevo. Cuando intuye que el joven está otra vez sentado,
levanta un poco la vista para comprobarlo. Así es.
“Qué guapo es... ¡Basta!, ¿en qué estás pensando, Paula?”.
Un leve dolor en la cabeza, justo donde se ha dado el golpe,
le devuelve a la realidad, pero al tocarse no nota ningún chichón.
“Menos mal. Era lo que le faltaba”. “Hija, si es que tienes
la cabeza muy dura”, le suele decir su madre a menudo. Mira por
dónde, y sin que valga de precedente, tiene que darle la razón.
Paula sonríe por primera vez en toda la tarde. Da un nuevo
sorbo a su bebida, esta vez con cuidado de no mancharse,
y abre el libro por la página donde unas horas antes lo había
dejado. Es Perdona si te llamo amor, de Federico Moccia. Trata
de una joven estudiante de diecisiete años y un publicista de
treinta y seis que se enamoran. Paula no es una gran aficionada
a la lectura, pero Miriam le ha hablado tanto de este libro
que finalmente decidió leerlo. Y le entusiasma. Le apasionan la
madurez de Niki, la protagonista, solo un año mayor que ella,
y su capacidad para conquistar a un hombre mucho mayor como
Alessandro. Sí. Ojalá ella algún día tuviera una historia de
amor tan intensa como aquella, aunque le gustaría que el chico
no fuese tan mayor, claro.
Entonces de nuevo le viene a la mente el plantón. Aquel
capullo la ha dejado tirada.
“Ufff”.
Casi sin querer, mira al sillón donde está el chico guapo de la
sonrisa maravillosa. Esta vez él no la está mirando a ella.
—No me lo puedo creer —se le escapa a Paula en voz alta.
El joven está leyendo un libro, prácticamente a punto ya de
terminarlo. Paula inclina la cabeza para leer el título y cerciorarse
de que no se equivoca: Perdona si te llamo amor.
En esos momentos, el chico se da cuenta de que los ojos de
Paula están puestos sobre él. La observa, después dirige su mirada
hacia la portada del libro, luego otra vez a ella y finalmente
sonríe. Con esa sonrisa maravillosa de nuevo.
—¿Te está gustando? —le pregunta el joven, alzando un poco
la voz.
“Pues claro que me gusta, estúpido. Cómo no me iba a gustar
esa sonrisa, si es la más bonita que he visto nunca…”, piensa ella
antes de responder:
—¿Perdona? —pregunta Paula con cara de sorpresa como si
la hubieran radiografiado la mente.
—He visto antes, cuando se te ha caído el libro..., bueno,
en realidad, cuando he llegado y tú estabas buscando algo en
tu mochila, he visto que estamos leyendo el mismo libro. Y te
preguntaba que si te está gustando.
—Ah, eso. Sí, sí que me está gustando.
—Es una bonita historia. Espera...
Entonces el joven se levanta del sillón, coge su bebida y el
libro, y se sienta al lado de Paula. La chica, sorprendida, vuelve
a ponerse colorada. No es guapo: es guapísimo.
—¿Te importa? Es para no estar gritando todo el tiempo…
—No, claro. Siéntate.
Pero justo en ese instante suena con fuerza Don't stop de music,
de Rihana, desde dentro de la mochila de las Supernenas.
Paula da un respingo y se apresura a buscar su teléfono móvil.
Varios segundos después por fin da con él. Es Miriam.
—Perdona, es una amiga —le explica en voz bajita al joven
guapísimo que le vuelve a sonreír una vez más y le hace un gesto
como de “contesta, no te preocupes”. Ella se levanta y camina hacia
otra parte de la sala. La joven pareja enamorada ya se ha ido.
—¿Sí…?
—Cariño, ¿qué tal va la cosa? —pregunta rápidamente Miriam
al oír la voz de su amiga—. No molestamos, ¿verdad?
—¿“Molestamos”? ¿“La cosa”?
—Sí. Estamos aquí Diana, Cris y yo reunidas. Espera. Decid
algo chicas... —un escandaloso “hola”, seguido de un insulto
amistoso, se oye al otro lado del móvil—. ¿Ves como te queremos
y nos preocupamos por ti? ¿Qué tal va la cita?
“Uff, la cita”. Ahora cae. Pero no tiene ganas de dar explicaciones
a sus amigas en ese momento, y menos tener que darles
la razón. Así que se ahorra decirles que aquel capullo no se ha
presentado.
—Bien, “la cosa” va bien. Pero no puedo hablar ahora mismo.
Estoy muy liada y...
—¡¡¡Uhhh!!! Muy liada… Mmmm. Muac, muac, muac.
Bueno, no te molestamos más, niña. Queremos que nos cuentes
todos los detalles mañana. Chicas, colgamos. Despedíos...
Y con un sonoro “adiós, te queremos”, seguido de otro improperio
cariñoso, se da por finalizada la conversación.
Paula cierra los ojos. Suspira. “Están locas”. Y se dirige otra
vez a su sillón. El joven guapísimo está de pie y lleva el libro bajo
el brazo.
—Me tengo que ir. Se me ha hecho tardísimo. En diez minutos
empiezo las clases.
“Las clases. ¿Qué clases? ¿A estas horas?”.
—Encantado de conocerte. Espero que el final del libro te
guste.
Y sin decir nada más el chico guapísimo de sonrisa maravillosa
sale corriendo de la cafetería.
Paula entonces se vuelve a sentar mientras decide que ya es
hora de regresar a casa, tomar un buen baño relajante y olvidarse
por un tiempo de su PC. Coge el libro para guardarlo, pero per12
cibe algo extraño. El separador no es el suyo y además está en la
última página.
“Ese idiota se ha equivocado de libro y se ha llevado el
mío”.
Abre el libro por el final y arriba, escrito con bolígrafo azul,
puede leer: “alexescritor@hotmail.com. Por si quieres comentar el
final del libro”.
La nota le hace sonreír y Paula termina soltando una pequeña
carcajada. Guarda el libro dentro de su mochila de las Supernenas
y camina hacia las escaleras de la planta alta del Starbucks
sin poder evitar una sonrisa tonta.
“Y el tío va y me dice que espera que el final del libro me guste.
Qué capullo...”. Pero, hablando de capullos... En ese momento,
otro joven alto, atractivo, sube a toda velocidad las escaleras
de la cafetería. Va tan deprisa que no ve a Paula: al tropezar con
ella, la chica da un culazo contra el suelo y él casi se cae encima,
pero consigue saltarla y termina de rodillas justo detrás. De sus
manos resbala una rosa roja. Ambos se miran sorprendidos. Él
sonríe al ver la mochila de las Supernenas en el suelo
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